–
¡Llegará pronto el final! y no estaremos preparados para cuando llegue. Somos
muy estúpidos como para darnos cuenta que nuestro tiempo se acaba. Hemos tenido
margen de sobra para rectificar y no hemos querido poner remedio; quizás porque
estábamos más interesados por lo que ocurría en los mundos virtuales de los
teléfonos inteligentes y las pantallas de los ordenadores, que en el nuestro
real.
Creíamos
que todo era eterno; y muy al contrario, el planeta que habitamos está
colapsando. Nos está mandando continuas señales de alarma para que revirtamos nuestro
desenfrenado empeño destructivo. El ser humano, o sea ¡Nosotros! Hemos desoído
sus advertencias y seguimos presos de nuestra locura desaforada.
El
hombre subido encima de la mesa situada en un lado de la sala no necesitaba
alzar la voz; pues todos a su alrededor permanecían atentos de su perorata acusatoria.
Algunos incluso asentían con su cabeza o negaban, según oían sus reprobatorias
palabras que estaban dirigidas a todos sin excepción. Otros proferían una especie
de quejidos repetitivos que recordaban a un canon de meditación, si no fuera
porque sonaban como quejidos. Incluso los había tan ensimismados, que de sus
bocas abiertas caían hilos de saliva que manchaban sus camisolas.
El
hombre de la mesa, sin previo aviso saltó al suelo y empezó a vociferar,
señalando con su dedo al otro lado de la puerta.
–
¡Ya vienen! ¡Quieren acallar nuestras voces! Coartar nuestro derecho a
expresarnos con libertad, a proclamar la verdad sobre los oscuros fines que nos
esperan por culpa de los de siempre: Gobiernos prepotentes, políticos mentirosos,
multinacionales de aviesos intereses, medios informativos manipuladores…
Se
abrieron las puertas de la sala con estrépito, y como ventolera otoñal,
entraron hombres rudos que con violencia controlada empezaron a disolver,
separar, anular, agarrar e inhabilitar a todos los individuos reunidos en torno
a esa especie de orador improvisado.
Los
hubo que se defendieron con saña de los agresores atacándoles con furia
desbordada. Llovían patadas, mordiscos, arañazos y puñadas. Otros sujetos prefirieron
tirarse en el solado encogiéndose como fetos gimientes. Los menos utilizaron
sus cabezas como martillos pilones contra las paredes.
Los
celadores y enfermeros se las vieron y desearon para meter en vereda a la
manada de locos que de nuevo se sublevaban contra el orden establecido en el centro
psiquiátrico.
Uno
de ellos comentó en voz alta a sus compañeros algo así como que: “Esos tipos lunáticos
no parecieran tener los pies en la tierra.”
Derechos de autor: Francisco Moroz