"No es de justicia pedir, si no estamos dispuestos a dar"
¡Erase una vez! un
hombre como otro cualquiera, con las mismas aptitudes y actitudes para
enfrentarse a la vida. Esta le había proporcionado herramientas suficientes
para progresar y
encontrar su propio camino.
Su relación con los demás seres humanos era cordial y respetuosa y en general
era apreciado por su forma de ser. Tranquilo y educado. Sus padres se habían
preocupado en enseñarle todo aquello que en la escuela es difícil de aprender.
Era una persona agradecida con lo que le había tocado en suerte.
Pero siempre hay un pero, y el pero de este hombre era que lloraba.
Cuando era testigo del dolor ajeno, cuando veía una
película o leía un libro donde los sentimientos eran lo más importante del
argumento; cuando se encontraba que los personajes establecían vínculos de
amistad y sacrificio.
Se le escapaban las lágrimas rodando por sus
mejillas, silenciosas y calladas, un llanto sin aspavientos.
Lloraba ante la pérdida de lo más amado que eran sus padres y sus amigos, lloró
cuando la chica aquella a la que conoció le dijo que sí, que
quería estar con él y compartir lo bueno y lo malo. Lloró cuando
tuvo en los brazos a su hijo y lo hizo escuchando de sus
labios la palabra Papá.
Era curioso verle aceptar las cosas difíciles de la vida, las personales, como
cuando se quedó en paro y no encontraba trabajo, o cuando tuvo aquel accidente
que le mantuvo postrado en cama unos cuantos meses; entonces se le
veía sonreír con aceptación de aquel que sabe que son cosas que pasan
y hay que sobrellevarlas con paciencia.
Muy al contrario le ocurría cuando las desgracias eran ajenas al igual que las
penalidades.
Sobre todo si se trataba del sufrimiento de los
niños, no podía soportarlo y se le desgarraban las entrañas, que era donde
empezaban a formarse las lágrimas que después brotaban por sus ojos.
La gente le empezó a mirarlo raro y a llamarle sensiblero y llorón; pero a él
le daba lo mismo y no penaba por ello, al igual que tampoco dejaban de fluirle por ello, las gotas saladas.
Por si acaso se presentó al médico de cabecera para plantearle su caso, y este,
sinceramente se extrañó del mismo, pues no era lo normal en estos tiempos que
corren, que le ocurriese lo que le ocurría: El que los ojos se le humedecieran
en lágrimas por la emoción, por el dolor, por la tristeza e incluso por la
alegría.
Estudió el caso por unos días y citándole,
le dio su veredicto final:
-Parece ser que usted tiene un problema muy grave de difícil solución, y me
pesa decirle que no es nada común en esta sociedad donde la intrascendencia, la
superficialidad y la banalidad se han instalado entre los mortales.
Ante tal expectativa este hombre se asustó y le preguntó con el miedo
reflejado en su rostro el porqué de lo extraño y grave de su caso.
El doctor le dijo con parsimonia y seriedad
profesional: -Es bien sabido por todos que "los hombres no lloran".
El hombre salió cabizbajo de la consulta y buscando una solución positiva a su
problema la encontró ¡Ya os dije que tenía aptitud y actitud!
Desde entonces se le ve caminar airoso, siempre hacía un mismo lugar, se siente
orgulloso de su cometido y es feliz, se le nota en el brillo de su mirada.
Cuando llega a su destino se maquilla rápidamente. Cuando entra por la puerta
con su bata blanca y su nariz colorada, ve las sonrisas dibujarse en los
chavales que están en sus camas, entubados y rapados al cero como marines de
los Estados Unidos y le entra congoja, pero se hace el fuerte aunque su corazón
se deshaga de tristeza.
Sabe que su propia enfermedad no tiene cura, que su
sensibilidad es un don inmerecido y que lo único que debe de hacer es no dejar
que los demás derramen las lágrimas que solo a él le corresponde verter.
Solo se permite una licencia inocente cuando se disfraza de médico payaso:
pintarse una pequeña lágrima en el vértice de uno de sus ojos, casi invisible
tras su gran sonrisa de hombre especial.
Y es que cuando te das a los demás, recibes mucho más de lo entregado.
Derechos de autor: Francisco Moroz