viernes, 2 de febrero de 2018

Preparando tu marcha






Sombras salen a mi encuentro
 en estos momentos desolados, 
en los que nada me alienta ni me anima
 ni puede aliviarme la tristeza 
ni hacer más llevadero el desamparo.
Turbiedad absoluta de unas aguas
 que fueron trasparentes hace unos años, 
el azul de tu mirada luminosa 
que se muestra ahora cual cielo encapotado. 
Unas agujas de reloj que cual guadaña,
 van segando el angustioso paso de las horas 
que gobiernan el tiempo que nos resta, 
poniendo en evidencia la caduca vida
que traidora se aleja 
cuando más la necesitas. 

Tú te estás marchando de mi lado 
despacito, sin remedio ni demora. 
Y yo no acierto a desligarme de tu presencia, 
tan esencial, tan viva y elocuente.
Y sé que necesito más que nunca decirte que te quiero.
Deseando que partas confiado, 
sabiendo que alguien quedará para nombrarte,
 trasmitiendo a los que escuchen
la sencillez de tu historia a fuego lento.
Sin poner puntos finales,
 ni bajar telones, 
ni emitir sentencias
ni grabar epitafios en las losas.

Prometerte quiero respetar tu memoria
 atando bien los lazos del pasado,
volver a la raíz si es que me olvido,
agarrarme con fuerza 
al tronco centenario que me forma. 
Pero mientras, discúlpame si lloro, 
pues me pesa todo aquello que no dije,
 que no pude ni supe dedicarte.
 Por interés o ambición,
 por petulancia o inocente descuido. 
Con presunción de inocencia 
al pensar que durarías para siempre.

Espero sepas perdonarme los desaires,
 el sufrimiento que te supuso mi soberbia, 
mi osada rebeldía al ignorarte
al dar de lado por sabidos tus consejos. 
Disculpa mis descuidos,
 mi dejadez, mi pereza.
 Los abandonos, los silencios.
 Las despedidas que no eran para siempre,
 pues pronto o tarde volvía en el abrazo
como hijo pródigo que era
 mendigando la gratuidad de tu sonrisa
que siempre concedías.

Que somos peregrinos lo sabemos,
 de prestado estamos.
 Lo que somos,
 efímero argumento de un sueño recurrente 
urdido en una noche de verano.
Pues la vida es sueño
 y al final partimos como al principio llegamos:
 inocentes, desnudos, desvalidos.
dejando alguna huella en el camino
señales de que fuimos
errantes, pasajeros fortuitos,
atados a la ruta que trazamos.

 Y todo esto lo escribo
 porque no asumo que te vayas,
no quiero que me expliquen,
 simplemente no acepto
 que se extinga la llama en tu candela.  
dejándome en tinieblas,
 a mi suerte, huérfano de padre, a oscuras.
 Todo por retenerte en palabras,
 por no dejarte partir, 
movido por sentimientos egoístas.
Que el dolor es sentimiento muy humano,
aunque no tenga ni una pizca de altruista.

Cuando zarpe tu barco 
será cuando contemple el horizonte como meta,
 como lugar de destino y de reencuentro.
 Cuando me toque picar el boleto de la nave 
que me lleve de igual modo a la otra orilla,
partiré feliz, pues sabré que allí será
donde estarás esperando mi llegada.

Pero entretanto, 
sombras salen a mi encuentro
 en estos momentos desolados
 en que preparas tu marcha irremediable. 
Agarro tu mano como un niño 
intentando retenerte, 
por si pudieras volver atrás un breve instante.
 Sintiéndome impotente al contemplar
como arrostras la muerte,
mirándola a la cara,
con semblante de rendido enamorado.
Mientras yo me sorprendo
con el ánimo abatido
requiriendo una caricia que no llega.
pues sin fuerzas te hallas, 
retenido por tus débiles latidos.

Solo pues queda esperar tu postrero aliento,
la consumación de tu obra, el desenlace.
Al fin liberado de la carga mortal
de un cuerpo consumido.
Yo me quedaré con cara de difunto,
con tu mano fría entre mis manos
y lágrimas ardientes como lava
desbordada en llanto de mis ojos.

y tú ¡Por fin! brillando,
 contemplando todo desde arriba
 ligero de equipaje.
y en nuestros corazones desgarrados
donde habitarás por siempre,
algo parecido a la esperanza
y una mezcla de tristeza y alegría.


Derechos de autor: Francisco Moroz








sábado, 27 de enero de 2018

Prioridades






Ya recogerían la mesa mañana y fregarían cubiertos, platos y copas. Las servilletas las echarían a lavar junto con el mantel de hilo. Después barrerían los desperdicios del suelo.

Nunca tuvieron en el restaurante a la hora de cenar comensales tan destacados, y para una vez que los tenían, todo se había descontrolado de tal manera que no les quedaba más remedio que dejar toda la tarea para el día siguiente.

Antes de nada se personarían policías y forenses. El juez de guardia levantaría acta de lo sucedido, retirarían los cadáveres y los casquillos. Y a ellos les tocaría limpiar todos los rastros de sangre.


Derechos de autor: Francisco Moroz

martes, 23 de enero de 2018

El legado





Mi abuelo luchó en la guerra, en el bando de los perdedores. Una esquirla de metralla le arrebató uno de sus ojos.
Cuando me contaba historias yo insistía en que me narrara las aventuras que vivió durante la misma, pero al contrario que otros, mi abuelo nunca me hablaba sobre ello.

Una tristeza peculiar parecía embargarle de vez en cuando, sorprendiéndole pensativo, como si se hallara fuera de este mundo. Si osaba interrumpir sus pensamientos para preguntarle qué le pasaba, él me respondía con un suspiro y una frase: “Extraño una parte de mi".

Mi abuelo fue agricultor, de los que salían al campo antes de que el sol se levantara por el horizonte, de los que tenían las manos como el cuero, agrietadas por el frío, endurecidas por la madera de la azada. 
Acostumbrado a pasar días enteros a la intemperie y en soledad, no era de los que se quejaran por cosas sin importancia. 
Hombre de pocas palabras, las justas para comunicar su escueta filosofía. Nada de banalidades decía, que te llenan la boca de mentira y el corazón de rencores. Ni religión, ni política solían ser temas de conversación pues según él, nunca conducían a nada bueno ni los partidismos ni los credos.

Manifestaba que el mundo era muy complicado como para enrevesarlo más con nuestros sofismas, -bonita palabra que resumía toda la sabiduría que guardaba- afirmaba que no había camino más corto que el que andábamos de manera voluntaria y en buena compañía, pues esa era la manera de llegar más lejos y más entretenido.

En pocas ocasiones le vi triste, solo alguna vez, cuando mi padre le regañaba por sus descuidos de viejo y sus olvidos inoportunos. Nunca contestó con mal talante, únicamente miraba a los ojos de su hijo y se retiraba a su cuarto arrastrando los pies, murmurando por lo bajito: “Llegará el día en que estés a mi lado y yo no pueda ni escucharte ni consolarte".

Para mí, siempre fue un ser especial al que recurrir en los momentos en que nadie más parecía comprenderme. Tenía el don de tranquilizarme posando una de sus grandes manos en mi hombro o dejándome llorar recostado sobre su pecho, donde oía su calmado corazón de anciano, que no tenía premura por llegar a ningún lado.

Sus movimientos eran pausados. Me explicaba que cuanto más se precipitará uno en tomar decisiones y en ejecutarlas, más posibilidades de errar tenía. Que viviendo la vida con prisas, los momentos importantes pasaban por nosotros en un vuelo, privándonos de la ocasión de saborear la felicidad en los buenos y de aprender lo necesario para fortalecernos en los menos afortunados y dolorosos.

Era entonces cuando soltaba de sopetón, con un guiño de su único ojo y una risita burlona su chascarrillo preferido: 

“Ahora, que es cuando tendría que correr apresurado para llegar a tiempo al baño, es cuando no llego nunca para vergüenza mía”.

Le gustaba abrazar como yo abrazaba a mis peluches preferidos, con fuerza y a la vez con ternura. Entre sus brazos sentía el calor del amor verdadero, era mi refugio, en donde me encontraba a salvo de mis monstruos interiores.

Mi abuelo se marchó a la otra orilla una noche de noviembre, sin avisar, silencioso como siempre fue. Mi madre comentó que nunca les dio mucho que hacer para lo mucho que les había ayudado. 
Mi padre lloraba desconsolado, transformado en el niño que en el fondo era, mientras besaba su frente fría, arrepintiéndose de los desplantes y las reprimendas que otorgó a su viejo. Y yo, convertido en adolescente, insistí en estrecharlo entre mis brazos aunque ya no sintiera el calor de su abrazo.

Era consciente que me había quedado huérfano de su presencia esencial, esa que le mostraba a él como referente, ejemplo al que imitar, con su personal bagaje de valores fundamentales, que me ayudaron a fraguar mi personalidad para crecer como hombre honesto.

Me dejó como legado sus sabias palabras, sus acertados consejos y una nota escrita por su mano con letra temblorosa metida entre las páginas de un libro que me leyó todas las veces en las que se lo pedí; ese de Exupery, y justo donde el zorro dialoga con el principito indicándole aquello de que la belleza y lo verdaderamente importante están en el interior de cada persona.

Y la nota rezaba:

“Querido nieto, me voy tranquilo, sabiéndome valorado. Sé que me escuchaste, y que por ello habrás aprendido parte de lo que quise trasmitirte. Quiero dejarte algo que me perteneció desde después de la guerra, algo que me recordaba diariamente que las personas, las circunstancias y las cosas, son tan buenas o malas como la mirada del que las observa, que todo es relativo y nada para siempre. Cultiva aquello que dé buenos frutos y no los malos hábitos que terminan ahogando los sueños y matando las ilusiones. 
Y ante todo recuerda, que nunca debes esperar a las despedidas para demostrar el amor que sientes por aquellos que te importan.

Tu abuelo, que te quiso con casi todo su ser".

Y envuelto en un pequeño trozo de papel de periódico, su ojo de cristal metido en un tarro de canicas. Esas que fueron parte de nuestro tesoro.

Derechos de autor: Francisco Moroz

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