Le
obligaron a sentarse en el sofá y una vez que lo hizo parecieron olvidarse de él.
No es
que no estuviera acostumbrado a que le ignoraran, pero después de haberse
preparado para este encuentro tan deseado le parecía de muy mal gusto que lo arrinconaran
como un trasto inútil; mientras pasaban por delante, como si tuvieran muchas
tareas pendientes, sin tan siquiera
mirarle ni dirigirle la palabra.
Pensaba mientras tanto en que a lo largo de su existencia nadie le había regalado nada. Recordaba
los muchos sacrificios que tuvo que hacer por ellos, renunciando a tantas cosas
para conseguir sacarlos adelante.
Y
ahora esto. Quietecito y calladito para molestar lo menos posible; como si fuera un cojín arrugado que hiciera
juego con el sofá, sintiéndose como una carga añadida cada fin de semana.
Estaba
a punto de llorar pensando en lo cabrona que es la vida que te deja sufrir de
esta manera; justo unos segundos antes de que un pequeñajo saliera por una puerta, y viniese corriendo hacia
él con los brazos abiertos y una gran sonrisa en la boca, gritando: ¡Abueeeelo!
Y
entonces olvidó todos sus males y sonrió.
Derechos de autor: Francisco Moroz