Los adolescentes me escuchaban en un silencio expectante, temblando
ligeramente mientras les contaba mi
dramática historia convertida en leyenda.
–“Una noche pasada de alcohol la tiene cualquiera”; y más, con motivo de
una fiesta de celebración con los antiguos compañeros de la universidad.
Lo que deja de resultar adecuado, es coger el coche con esa alta graduación
etílica en la sangre. Pasó lo que tenía que pasar por simple ley de
probabilidades; algo que más tarde le hace a uno recapacitar sobre su miserable
condición de estúpido irresponsable.
Como podéis comprobar os lo cuento como testigo de primera mano de los
sucesos que acaecieron esa madrugada; justo en la primera curva que gira a la
derecha antes de entrar en el pueblo. Esa donde, si pasáis despacio, podéis ver
un ramo de flores secas que depositó una mano amiga en el primer aniversario
del accidente. Allí están los restos del árbol donde se empotró el coche.
Lo peor no fue despertar desorientado en una cama de hospital, tampoco el
dolor de las heridas, ni la rehabilitación necesaria para poder manejarme
mínimamente. Todo ello se me hizo pasable.
Al contrario que esa angustia que me hace llorar todavía, cuando recuerdo el
último beso que me dio mi novia mientras me hallaba postrado semiinconsciente
en la UCI. Ella venía a despedirse para siempre; nuestro futuro juntos carecía
de sentido dadas las circunstancias.
Yo me quedé anclado en esta silla de ruedas. Ella condenada a ser, la
muchacha de la curva.