Tenía claro que necesitaba algo más fuerte para poder acabar con esa situación tan desesperante
Las jaquecas se le solapaban de manera inaguantable y creía que ya estaba al límite, ese en que su mente machacada por falta de descanso perdiese el control.
Por ello, en un principio, buscó remedios caseros que mitigaran la situación: una infusión de tila de manzanilla, melisa o hinojo, pero nada, seguía dando vueltas en la cama sin conciliar el sueño, se levantaba de ella de madrugada como si le hubieran apaleado una panda de súcubos furiosos.
Probó con algo más contundente. Un vaso de leche con miel y un chorrito generoso de coñac del bueno. Al principio parecía funcionar, le entraba cierta somnolencia momentánea, pero duraba lo que tardaba en tumbarse en la piltra. Volvía a despejarse como un cielo de verano. Le entraban los siete males, pensando en otra jornada laboral interminable con continuos bostezos y cansancio general. Su jefe y compañeros ya empezaban a sospechar que estaba de fiesta durante toda la semana en una interminable bacanal de juergas nocturnas. Veía peligrar su empleo por culpa del insomnio.
Temía sobremanera por su salud mental, estaba decidido a terminar con el problema de una forma u otra y se acercó a la primera farmacia que encontró abierta. Allí hizo la compra como en el súper del barrio. Adquirió medicamentos de venta libre que el farmacéutico muy atento, le indicó que contenían antihistamínicos y que en un principio eran indicados más bien para tratar alergias. Que al no ser sustancias adictivas el cuerpo se habitúa rápidamente a ellas y era poco probable que solucionasen el problema a largo plazo.
Efectivamente
era como tomar gominolas. Cuantas más
pastillas engullía, más le pedía el cuerpo, y para mayor desespero le originaban
problemas de memoria, cansancio y mareos. Por lo cual acudió al especialista. Este,
viendo sus ojos enrojecidos como los de un vampiro, junto con esas bolsas hinchadas debajo de ellos y el
grado de desesperación que mostraba el paciente, su ansiedad y la cara de loco, no dudo
en recetarle un poco de todo. Zolpidem, Eszoplicona, Ramelteon. Y por si las
moscas una caja de Trazadona y otra de Doxepina de refuerzo.
Más feliz que una lombriz se marchó para casa dispuesto a dormir sí o sí aunque fuese a costa de tomar doble ración de todo lo recetado.
Todo en vano, no había manera. Lo suyo no parecía tener remedio. La idea de suicidio fue tomando cuerpo en su errática mente trastornada por la falta de descanso.
De manera reveladora en la duermevela forzada, surgió una posible solución a todos sus males que no fuera el quitarse de en medio. Llamó un taxi y cuando indicó la dirección, el chofer le dijo que ni borracho le llevaba al sitio deseado, que a lo más, le acercaba a las inmediaciones, y aún así bajo su cuenta y riesgo.
Cuando llegó a su destino, un tanto confuso y sin saber a quién preguntar se metió en la primera chabola que encontró en el poblado marginal. Aquello parecía ser un trastero lleno de zombis demacrados. Algunos de ellos le miraron con desconfiada mirada asesina, como hacen los perros hambrientos ante cualquier intruso que se acerque a su hueso.
Enseguida dos tipos mal encarados llenos de tatuajes y cicatrices mal cosidas le llevaron a un aparte del habitáculo y le preguntaron que buscaba. Les contó el problema que acarreaba, todos los remedios probados, y las sustancias que había ingerido al cabo de los años para remediarlo de manera infructuosa.
Dijeron tener la solución milagrosa, la panacea para todos los males incluidos los de amores, pero que eso tenía un precio.
¿Mil euros serán suficientes? Les dijo.
Se miraron con complicidad ambos fulanos, con media sonrisa ladeada en sus labios cortados, para replicarle que con ese dinero podría disfrutar del producto cómodamente dentro de la estancia junto con el resto de clientes.
Le indicaron un rincón y le facilitaron los útiles necesarios para aplicarse la solución a todos sus males. Unos minutos después de administrarse su chute empezó a experimentar un cosquilleo placentero en sus pies y un sopor gratificante que abotagaba todos sus sentidos.
Antes de
perder la consciencia tuvo claro que lo iba a conseguir de una vez por todas,
el descanso deseado, el desapego total de la dura realidad, el olvido de su
frustración. Fue en el
momento justo en que vio sonreír a una rata que trepaba por sus piernas ya dormidas.
Y que digan que la droga es mala, pensó.
Derechos de autor: Francisco Moroz