viernes, 18 de noviembre de 2016

Retrato de un asesino




Se dice que cuando ves a la persona asignada por el destino para acompañarte en tu vida, la reconoces al instante y quedas tan prendado de su presencia como de una música hipnótica que una vez que la escuchas no puedes dejar de silbar.

Este pensamiento me asalta mientras me hallo concentrado en el dibujo.
Mi trabajo consiste en ayudar a los inspectores de policía en las investigaciones en las que hay un sospechoso de haber cometido un crimen y hay a su vez una víctima que sobrevive, o un testigo que lo ha visto todo y conoce sus facciones. 
Es entonces cuando me avisan y me persono con mis bártulos de dibujo para intentar definir en la medida de lo posible, el retrato bocetado del delincuente en cuestión.

No miento si digo, que he llegado a ver cientos de personajes de lo más variopinto, hombres y mujeres con todo tipo de rasgos soeces y remarcables con los cuales poder reconocerles en su nueva situación de busca y captura. Prácticamente todos han sido reconocidos y atrapados. Cuestión de percepción y habilidad.

Pero ahora, en este instante, mientras voy perfilando los rasgos a carboncillo del rostro que tengo delante de mí, solo puedo ver el de una mujer atractiva de faz ovalada, pelo largo y moreno, ojos almendrados que a su vez me mira desde el papel que tengo en las manos.

Se lo enseño al testigo y este confirma con la cabeza que es ella la que se encontraba cerca de la escena del crimen: un triple asesinato cometido en uno de los chalets del vecindario.

Lucho contra las emociones que me produce tal afirmación. Debo de ser imparcial y objetivo en el desempeño de mi labor, pero no puedo. Presiento que ese rostro pertenece a la mujer de mi vida, la que compartirá en el futuro mis sueños y proyectos.

Con la excusa de unos últimos retoques, recorto la melena, alargo el rostro, achato la nariz y aclaro el pelo.

Tengo para encontrarla hasta noviembre, si la atrapan ellos antes, habré perdido a la persona asignada por el destino.



Derechos de autor: Francisco Moroz.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Un buen pago





Espero que puedas perdonarme mi viejo, yo lo hice por amor a ti.

Sabía de tu padecimiento y de tu dolor intenso, de las noches en vela y los gemidos que apagabas con la almohada para no molestar. Querías acabar con todo pero nadie te ayudaba. No era de ley.

Por ello hoy te besé, te hablé quedito, como a los niños cuando se les duerme, diciéndote cuanto te amé y te amo, por todo lo que hiciste por mí sin pedir compensación ni reconocimiento alguno.

No sé si este será buen pago por todo aquello, pero ahora puedes descansar en paz.



Derechos de autor: Francisco Moroz

sábado, 12 de noviembre de 2016

Sin palabras


Mariola es un amor casual, ella llegó y se quedó junto a mí; supo interpretar lo escrito y agradecer el encuentro común con un relato. Se convirtió desde entonces en "Mi relatora" y yo en " Su hechicero" en un lugar que solo ella y yo conocemos.
Me convertí en deudor desde entonces, y aquí me persono para dar cumplida cuenta de lo que la debía.

Aclaro, que nada de lo escrito es real, todo es imaginado, tampoco hay figuras metafóricas. Simplemente se trata de un relato de los que escribo, para dedicárselo a ella, que se lo merece.






Se conocieron por primera vez, en lo que podría haberse denominado: un encuentro circunstancial.

Ella caminaba distraída, pensando en la jornada laboral que tenía por delante: soportar a su encargado y aguantar estoicamente a muchos clientes impertinentes y disconformes que la utilizaban como diana de su frustración; y que por no tener, no tenían ni modales ni educación. Era duro bregar diariamente viendo caras largas y escuchando verborrea irrelevante y agresiva. 

Con esos pensamientos andaba cuando alguien interpuso una flor roja a su paso, y cuando levantó los ojos encontró una sonrisa maravillosa que la lleno de paz. Era él, que con una respetuosa reverencia le ofrecía una pequeña rosa.

Sus miradas se encontraron en lo que fue un contacto mágico. Desde ese momento se creó un vínculo entre los dos que les hacía converger en el mismo tramo de aquella misma calle.

Él la esperaba ansioso todas las mañanas, las soleadas y las lluviosas, siempre estaba cerca de la boca del metro, o debajo de la marquesina del cine, esperando y gesticulando su impaciencia a todo aquel que quisiera prestarle atención.

Cuando ella llegaba nunca le faltaba la flor y de vez en cuando, rompiendo ciertos formalismos, se atrevía a besarle la mano cortésmente, como un caballero a la antigua usanza, pero sin hipócrita galantería, sino poniendo en el beso toda su alma y poquito a poco, todo su amor.

Pasó lo que tuvo que pasar: que sus almas se enredaron en una sintonía común,  y un buen día quedaron al finalizar sus respectivas jornadas laborales. Marcharon a una cafetería cercana, y mientras les servían las bebidas se presentaron.
Ella habló durante dos horas seguidas, mientras él la miraba absorto en esa belleza que solo los amantes saben apreciar, deleitándose en su presencia y escuchando con embeleso todo lo que ella le decía. Embebido en su presencia y enamorado.

El tiempo pasó en un suspiro, se encontraban tan a gusto el uno en la compañía del otro, que acordaron en su fuero interno y cada uno por su lado, no necesitar a nadie ni nada más para ser felices.

Su relación era tan fluida, que al final como en los cuentos, decidieron vivir su aventura en común y para ello, se mudaron a un apartamento asequible y sin pretensiones de grandeza al que llamaron hogar. 
Ella siguió trabajando en los grandes almacenes, en la sección de atención al cliente, y cada vez que las circunstancias eran adversas o algún impertinente se le cruzaba en el camino. Pensaba en su amado, en ese hombre que sin palabras la conquistó en una avenida principal de una ciudad luminosa pero fría.

Nunca le faltaban sonrisas por la mañana ni besos de buenas noches. No le faltaron rosas en el jarrón ni caricias en la mejilla, ni miradas cargadas de ternura ni alguna de aquellas corteses reverencias que la hacían sentirse princesa.

Lo que si le faltaron siempre fueron las palabras, pero nunca las echó de menos, pues sabía con certeza que  en ciertas ocasiones estas dejan heridas incurables y otras se malinterpretan, dejando incertidumbre. Otras no expresan aquello que se quiere trasmitir en el momento, y de la forma adecuada al que las espera como bálsamo.

Su compañero nunca se las pudo ofrendar, nació mudo, pero tenía una habilidad portentosa para comunicarse con las manos, los gestos y las miradas No era un simple artista callejero, era un gran mimo y un excelente hombre que desde el primer día, en aquel encuentro casual, literalmente supo dejarla sin palabras.




Derechos de autor: Francisco Moroz

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