Mi abuelo
luchó en la guerra, en el bando de los perdedores. Una esquirla de metralla le
arrebató uno de sus ojos.
Cuando
me contaba historias yo insistía en que me narrara las aventuras que vivió
durante la misma, pero al contrario que otros, mi abuelo nunca me hablaba sobre
ello.
Una
tristeza peculiar parecía embargarle de vez en cuando, sorprendiéndole pensativo,
como si se hallara fuera de este mundo. Si osaba interrumpir sus pensamientos
para preguntarle qué le pasaba, él me respondía con un suspiro y una frase: “Extraño
una parte de mi".
Mi
abuelo fue agricultor, de los que salían al campo antes de que el sol se
levantara por el horizonte, de los que tenían las manos como el cuero, agrietadas por el frío, endurecidas por la madera de la azada.
Acostumbrado a pasar días enteros
a la intemperie y en soledad, no era de los que se quejaran por cosas sin importancia.
Hombre de pocas palabras, las justas para
comunicar su escueta filosofía. Nada de banalidades decía, que te llenan la boca de mentira y el corazón de rencores. Ni religión, ni política solían ser temas de conversación pues según él, nunca conducían a nada
bueno ni los partidismos ni los credos.
Manifestaba que el mundo era muy complicado como para enrevesarlo más con nuestros sofismas, -bonita palabra que resumía toda la sabiduría que guardaba- afirmaba que no había camino más corto que el que andábamos de manera voluntaria y en
buena compañía, pues esa era la manera de llegar más lejos y más entretenido.
En
pocas ocasiones le vi triste, solo alguna vez, cuando mi padre le regañaba por
sus descuidos de viejo y sus olvidos inoportunos. Nunca contestó con mal
talante, únicamente miraba a los ojos de su hijo y se retiraba a su cuarto
arrastrando los pies, murmurando por lo bajito: “Llegará el día en que estés a mi lado y yo no pueda ni escucharte ni consolarte".
Para
mí, siempre fue un ser especial al que recurrir en los momentos en que nadie más
parecía comprenderme. Tenía el don de tranquilizarme posando una de sus grandes
manos en mi hombro o dejándome llorar recostado sobre su pecho, donde oía su
calmado corazón de anciano, que no tenía premura por llegar a ningún lado.
Sus movimientos eran pausados. Me explicaba que cuanto más se precipitará uno en tomar
decisiones y en ejecutarlas, más posibilidades de errar tenía. Que viviendo la vida con prisas, los momentos importantes pasaban por nosotros en un vuelo, privándonos de la ocasión de saborear la felicidad en los buenos y de aprender lo necesario para fortalecernos en los menos afortunados y dolorosos.
Era entonces cuando soltaba de sopetón, con un
guiño de su único ojo y una risita burlona su chascarrillo preferido:
“Ahora,
que es cuando tendría que correr apresurado para llegar a tiempo al baño, es cuando no
llego nunca para vergüenza mía”.
Le
gustaba abrazar como yo abrazaba a mis peluches preferidos, con fuerza y a la
vez con ternura. Entre sus brazos sentía el calor del amor verdadero, era mi
refugio, en donde me encontraba a salvo de mis monstruos interiores.
Mi
abuelo se marchó a la otra orilla una noche de noviembre, sin avisar, silencioso como siempre fue. Mi madre
comentó que nunca les dio mucho que hacer para lo mucho que les había ayudado.
Mi padre lloraba desconsolado, transformado en el niño que en el fondo era, mientras besaba su frente fría, arrepintiéndose de los desplantes y las reprimendas que otorgó a su viejo. Y yo, convertido en
adolescente, insistí en estrecharlo entre mis brazos aunque
ya no sintiera el calor de su abrazo.
Era consciente que me había quedado huérfano de su presencia esencial, esa que le mostraba a él como referente, ejemplo al que imitar, con su personal bagaje de valores fundamentales, que me ayudaron a fraguar mi personalidad para crecer como hombre honesto.
Me
dejó como legado sus sabias palabras, sus acertados consejos y una nota escrita por su
mano con letra temblorosa metida entre las páginas de un libro que me leyó todas las veces en las que se lo pedí; ese de Exupery, y justo donde el zorro dialoga
con el principito indicándole aquello de que la belleza y lo verdaderamente importante están en el interior de cada persona.
Y la nota rezaba:
“Querido
nieto, me voy tranquilo, sabiéndome valorado. Sé que me escuchaste, y que por ello habrás
aprendido parte de lo que quise trasmitirte. Quiero dejarte algo que me
perteneció desde después de la guerra, algo que me recordaba diariamente que
las personas, las circunstancias y las cosas, son tan buenas o malas como la
mirada del que las observa, que todo es relativo y nada para siempre. Cultiva
aquello que dé buenos frutos y no los malos hábitos que terminan ahogando los sueños y matando las ilusiones.
Y ante todo recuerda, que nunca debes esperar
a las despedidas para demostrar el amor que sientes por aquellos que te importan.
Tu
abuelo, que te quiso con casi todo su ser".
Y
envuelto en un pequeño trozo de papel de periódico, su ojo de cristal metido en un tarro de canicas. Esas que fueron parte de nuestro tesoro.
Derechos de autor: Francisco Moroz