Cada día, una larga jornada de trabajo por delante y unos
cuantos cretinos por detrás intentando socavar la energía positiva con la que
entro por la puerta de la empresa donde curro. Eso, hora tras hora, se
convierte en un reto a superar, como los del “Gran Prix” ese que ponían en la
tele. Sin vaquilla pero con cabritos que intentan empitonarte a la primera de
cambio.
Por ello, con esa filosofía característica de los estoicos que se han
puesto de moda, me preparo mental y espiritualmente al comenzar mis tareas,
convenciéndome de que ningún memo me va a robar la alegría que me convertiría
en un hombre gris.
Y el tiempo tan relativo como el que describe la fórmula de
Einstein, pasa despacio cuando es invadido por la rutina. Por eso a mi cuerpo
lo tengo enseñado para ponerse en modo automático, para permitir que mi mente
vaya por libre por esos famosos cerros de Úbeda y se solace en esos idílicos
rincones de Babia que tanto visitamos los que nos abstraemos, al igual que lo
hacía la Santa Teresa.
Está mi cerebro pergeñando historias que escribir,
rescatando vivencias agradables disfrutadas durante el fin de semana,
tarareando por lo bajini canciones, de esas que se van quedando grabadas como
en disco de vinilo en los micro surcos de la memoria del sesentón en el que me
he convertido, y que tiene unas ganas
locas de jubilarse que flipas. Cuando presiento, que mi estado onírico está a
punto de quebrarse. Pues avizoro acercándose por estribor, el primer escollo
que pretende hacer encallar mi estado de ánimo. Tiene forma de individuo pejiguero
con ganas de dar órdenes, que no de organizar.
Viene con cara de lunes por la mañana y restos de resacón de
domingo trasnochado y mal dormido. Y además, con la leche agriada, como la que
se encuentra uno fuera de la nevera después de una semana de olvido.
– ¡Buenos días campeón! – Le saludo. Me puedo permitir dicho
trato confianzudo gracias a los poderes que me otorga mi veteranía y
graduación, que como la del aguardiente suele ser contundente en ardor. Ardor
guerrero y peleón, como el de los sufridos tercios de Flandes que bregaban al
igual que un servidor por terrenos peligrosos rodeados de enemigos. La ironía,
mi espada toledana.
– Lo serán para ti ¡No te jode! Que parece que no te tomas
nada en serio, siempre con el humor y el buen rollo de payaso de la tele.
– La vida es para disfrutarla, que eso del valle de lágrimas
y del infierno tenemos que superarlo como adultos que somos. La eternidad estará
muy bien para cuando la espichemos, pero ahora, eso de la cara seria y el
espíritu contrito sobra. Que bastante purgatorio sufrimos aquí.
Y los payasos de la tele molaban ¡Ah perdón! Que tú eras más
de Doraemon y el llorón de Nobita.
– ¡Que graciosillo ¿No? Te crees que todo es blanco o negro.
– ¡Qué va! También hay colores ¡Mira! Te propongo un
acertijo, que eres un tipo listo y lo adivinas seguro. –¡Mentira podrida!, es un obtuso.
Llegan más alto los menos leídos y preparados, trepando cual monos
gorronchos. En este país ya se sabe… Pareciera que no hubieramos avanzado desde
el XVII con tanto tahúr, pícaro, bellaco e ignorante con enjundia.
¡Bueno, ahí va el
acertijo! ¿Qué es, una cosa roja con forma de cubo?
¡Venga! Piensa un poco. –Lo tiene difícil el hombre, pues
discurrir y dilucidar no es precisamente deporte nacional muy en boga. Pone
cara como de concentrarse para encontrar la respuesta adecuada, pero no lo
consigue y se rinde en dos segundos, que es justo lo que le ha durado el
esfuerzo realizado, por esa única
neurona que hace eco dentro de su cabeza y que bastante tiene con evitar
que el individuo se orine encima.
–Ni idea ¿Qué es? – Me contesta amoscado, sospechando si acaso le estoy tomando el pelo. –Acertada suposición.
–¡Pues un cubo pintado de rojo, chavalote! Era fácil.
¡Venga! vamos a intentarlo con uno más intuitivo, que tú eres más de intuición.
–Se lo digo mientras pienso para mis adentros, que la intuición es, la
capacidad de comprender algo sin necesidad de razonar. Este, es más bien de
impulso, entraña y ramalazo. Creería que raciocinio es algo de comer.
A ver si aciertas ¿Cuál
es el último lugar en el que buscarías algo que has perdido?
En ese momento exacto, su mirada se extravía en sus
adentros, y me imagino ese relojito de arena que aparece en la pantalla del
ordenador cada vez que le pides a la CPU que busque un archivo pesado en sus
ficheros virtuales. Para más recochineo le animo con un ¡Tic, tac, tic tac!
– ¿Debajo de la cama, en el wáter? ¿En una lata de ColaCao? ¿En
un armario empotrado, dentro de un zapato?
–Presumo que debe ser ahí donde guarda la hierba que se fuma, pues tiene
unas bolsas en los ojos, que ni las de Mercadona.
¿Te rindes?
–¡Venga coño! Dímelo, que tengo muchas cosas que hacer.
– Bueno. Le contesto con retranca, las cosas las hacemos los
demás. Tú delegas.
Pues es de cajón machote. El último lugar en el que buscas
una cosa que pierdes, es justamente donde la encuentras, pues ya no la sigues
buscando.
Se marcha refunfuñando y mustio. Mientras, un servidor sonríe y continúa laborando.
Derechos de autor: Francisco Moroz
Cualquier parecido con la ficción es pura realidad