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domingo, 23 de octubre de 2016

Noche de difuntos




Esta noche Santiago se va a dormir con miedo, pues no en vano sus hermanos mayores le han estado chinchando con historias sobre muertos a lo largo del día.
Mañana se celebra en el pueblo el día de los fieles difuntos y sabe que esta noche les pertenece a ellos, y que saldrán de sus tumbas para recorrer las calles y llevarse a quien se encuentren por ellas. 
Conoce también la leyenda de la santa compaña que recorre en procesión los bosques, buscando nuevos cofrades con las que engrosar sus filas.

Se arrebuja temblando bajo la manta de su cama, no sabe bien si tiembla a causa de esos recuerdos o por la baja temperatura que reina en el caserón del tío de su padre que es el cura de la localidad.

Su catre está en una de las habitaciones abuhardilladas, donde se guardan los baúles llenos de ropa para los parroquianos menos afortunados. No hay armarios, pero si una cortina de arpillera que tapa otro pequeño habitáculo donde en unas alacenas se almacenan los cirios, las velas, y las estampillas junto con los misales y los libros de canto. Las casullas y las sotanas para las misas, cuelgan de perchas de alambre; y más de un susto le han dado algunas noches. 
Tras esa cortina piensa, se pueden esconder asesinos con dagas envenenadas, o arpías y esfinges de esas que describe con tanto detalle el maestro de la escuela.

La iglesia se encuentra al lado del edificio donde él y sus hermanos viven provisionalmente con sus padres y su tío abuelo. La torre tiene un gran reloj que hace sonar las campanas cada hora entera y también a las medias. Lo teme porque sabe, que cuando suenen las doce, con el último toque, saldrán los difuntos de paseo, y el cementerio no queda lejos del atrio ni de la casa del cura.

Quiere dormirse para no tener que escuchar los sonidos que oirá cuando los difuntos pasen por ahí abajo, esos sonidos de ultratumba que se parecen al ulular del aire entre las vigas de madera carcomida o el que hace al pasar por las juntas mal pegadas de los cristales del ventanuco; pero es imposible, todavía le está dando vueltas al suceso ocurrido en el pueblo de su padre, el que le narró hacía tan solo una horas…

…Andaban los mozos más lanzados y fortachones con sus fanfarronadas tal día como hoy, echándose puyas para ver quién era el más valiente de todos ellos. El más bravucón propuso apostar un cordero para el que demostrara serlo sobre todos los demás. La prueba consistiría en ir todos cerca del cementerio esa misma noche, y esconderse detrás de unos sillares que estaban por allí tirados.

Uno por uno y siendo testigos los demás, tendrían que acercarse a la puerta de hierro del campo santo, aporrearla con los puños y hacer ruido para convocar a los difuntos y animarles a salir en pos del osado que lo hiciese.
Llegada la noche cinco muchachos se acercaron por allá, y aunque no lo querían demostrar, temblaban debajo de las pellizas de saca y sus capotes de lluvia, pues ese 31 de octubre estaba siendo frío y lluvioso, aunque el miedo también arreciaba.

Se escondieron detrás de las piedras talladas y se echaron a suertes quien sería el primero en realizar la prueba.
El mozo con más agallas el “Bravucón” despreció esa forma de elegir el orden y se ofreció a ser él el primero, y con ello demostrar de antemano a los compañeros ser el único que no temía ni a los vivos ni a los muertos.

Tiró a andar calvero arriba, pero según se acercaba a la puerta un aire se levantó de improviso ululando en la tapia y en la verja de entrada, silbando entre lapidas y mausoleos. El gañán que tenía de valiente lo justo, se empezó a poner nervioso, pero su orgullo le impedía volverse y salir corriendo, ya que los compañeros lo verían y perdería la apuesta; con lo cual armándose de valor, aceleró el paso con el afán de pasar el mal trago lo más rápido posible.

Justo llegando al recinto, la puerta se entreabrió chirriando sobre sus goznes oxidados, mientras un relámpago seguido del retumbo del trueno estalló en el oscuro cielo. 
Todo ello provocó  tal  espanto en el zagal, que girando este sobre sí mismo, salió como alma que lleva el diablo, cuesta abajo y sin atreverse a mirar atrás.
Los amigos lo vieron venir a todo correr, medio llorando, desencajado de terror, con el rostro demudado gritándoles:

--¡¡¡Me persiguen las ánimas!!!

Los cuatro que le esperaban, salieron zumbando hacia el pueblo para refugiarse en sus casas y encerrarse a cal y canto, pero el que venía hacia ellos sintió como le agarraban con fuera inusitada de sus ropas y tiraban de él sin que pudiera avanzar ni huir del opresor brazo sarmentoso que lo aferraba.

Por la mañana un pastor encontró su cadáver boca abajo, tirado en el suelo, con los dedos  ensangrentados por haber arañado la tierra. Pálido, cubierto de escarcha, con las ropas desgarradas enganchadas en unas zarzas.
El muchacho había muerto a causa de un pánico desmesurado.

Su padre terminó aquel relato con una sentencia:

–Hijo, nunca te burles de los difuntos…

…Justo cuando termina de recordar esa historia, el reloj de la iglesia empieza a desgranar las doce señales convenidas para que los que abandonaron el mundo de los vivos, vuelvan por una noche a mezclarse con ellos.

Santiago llega a escuchar la última campanada y unos pasos que se acercan por la calle, y una voz cascada que proclama: ¡Las doce en puuunto y sereno!


El repiqueteo de la lluvia sobre las tejas arrulla al niño y este, se duerme sin poder escuchar los crujidos de la escalera de madera.






Derechos de autor: Francisco Moroz

sábado, 22 de octubre de 2016

Sueños gloriosos




Condado de Essex -  Inglaterra

Willfred livestock suda copiosamente después de cargar su segunda carreta de estiércol en la granja donde trabaja. Se pasa un paño sucio por la frente. Reflexiona sobre la vida que lleva.
Es de Chelmsfor y pertenece a la servidumbre del señor del condado que es famoso por su lana.

Desde pequeño ya le enseñaron a esquilar y cuidar del ganado; conoce como nadie los mejores pastos al igual que los regatos de agua donde abrevar a las ovejas.
Vive en una casa humilde con techo de paja y barro; nada del otro mundo. Posee un pequeño huertecillo aledaño, en el que el amo le permite sembrar alguna hortaliza.

Los inviernos son duros, aunque las manos encallecidas y los sabañones no son lo peor. 
La sensación más desagradable con diferencia es el hambre, nunca se siente saciado, pues nunca la comida es suficiente. Unas gachas de almortas, un pedazo de cecina dura como la piedra de moler el trigo. Para las fiestas, un trozo de carne de cerdo o un huevo, algo de leche de las ovejas que cuida, con la que elabora un queso agrio.

Por las noches, el escaso fuego que se puede permitir encender con la leña que recoge en el monte comunal y las burdas mantas, son insuficientes para mitigar el frío que tiene metido en los huesos.
Sabe que con este tipo de vida no durará muchos años: Quizás cuarenta, a lo sumo tres más.
En general lleva una vida miserable.

Pero sus sueños son gloriosos: Ve dragones voladores que escupen fuego por sus alas, y monstruos recubiertos de armaduras que son capaces de flotar en el agua. Magia negra y destructiva de hechiceros que hacen desaparecer ciudades más grandes que Hertfordshire, Sulfolk o la mismísima Londres, entre resplandores cegadores de sol. 

Es testigo de enfrentamientos violentos entre dioses arcanos, guerreros acorazados, como los de las leyendas que narran los viejos alrededor de la hoguera los días de asamblea. 
Es todo tan real que hasta el destino de todo ello parece estar en sus manos.

No sabe a ciencia cierta que significan sus delirios, pues él no es hombre ilustrado como los de la abadía; que saben interpretar los símbolos extraños escritos en los libros antiguos. Pero presiente que algo no está bien dentro de su cabeza. Algo que contraviene el equilibro y el orden divino. Por las noches ve todo ello a través de ventanas que se abren solo para él, donde vislumbra construcciones imposibles y nunca vistas por los hombres, difíciles de levantar solo con piedras. Seres misteriosos con ropajes estrafalarios, que ni los nobles ostentarían en los grandes acontecimientos. Les oye hablar idiomas que no sabe descifrar...

...Tiene visiones que no se atreve a confesar a nadie por miedo a ser tachado de pagano, brujo, hereje o loco. La iglesia es tajante con estas cosas: “El diablo es capaz de envenenar los sueños de los hombres justos, para hacerles caer en tentaciones que conducen a la perdición de sus almas”.

Willfred seguirá ocultando sus visiones, será el secreto que se llevará a la sepultura.


Condado de Essex - Estado de New Yersey (E.E.U.U)

Willfred Player sufre de insomnio, después de contar miles de ovejas para conciliar el sueño se levanta con jaqueca; con la sensación de haber vivido en otro cuerpo. Siempre agotado, sudoroso, con hambre y frío. Está empezando a sospechar que tantas horas invertidas frente al ordenador con los vídeo juegos le están pasando factura a sus neuronas...

...Pero lo que le tiene desconcertado es, ese persistente olor a estiércol en su piel, que le acompaña cada mañana al despertar.



Derechos de autor: Francisco Moroz



jueves, 20 de octubre de 2016

Flema británica





Paul Willkinson era el prototipo de hombre que atraía a las féminas por su belleza y constitución física. Tenía un encanto peculiar que le hacía despuntar sobre los demás.
Su personalidad no estaba construida sobre artificios ni falsedad, tampoco sobre mentira ni artimaña. Era lo que se dice un hombre honesto y cabal, de esos que las mujeres denominan como: caballeros que se visten por los pies. Las sabía tratar con respeto y cortesía.

Tenía cualidades que le hacían destacar sobre el resto de competidores, cuando se trataba de seducir y conquistar los corazones de aquellas que se cruzaban en su camino.

Por ejemplo su voz de tenor, que resaltaba en la coral con brío arrollador.
Cuando cantaba parecía escucharse el sonido profundo del océano con las olas batiendo en los acantilados. Todos temían hacer pareja con él en los dúos. Los compañeros le miraban con resquemor, nadie podía competir con ese don natural que Paul parecía poseer.

Todos se sorprendieron cuando su cadáver apareció flotando en el Támesis, con heridas de arma blanca; muchos sabían de la animadversión que le profesaban algunos, pero hasta el punto de que fueran capaces de terminar con su vida, no.

Las investigaciones se llevaron a cabo con diligencia, como todo lo que se hace en la capital británica, pero los resultados de las pesquisas se hacían esperar. Los noticiarios y los periódicos se hacían eco de la noticia; pues no en vano se trataba de una de las mejores voces masculinas del coro de la Abadía de Westminster. Nadie podía comprender las razones que habían motivado el macabro suceso.

Todo empezó a encauzarse cuando el inspector que tomó el caso, dictaminó de manera convincente, que el perfil del asesino era el del típico individuo envidioso, falso, y celoso de las virtudes ajenas. De esos que de cara te adulan, te palmean y te abrazan, mientras que por detrás te clavan puñales en la espalda.

El caso estaba claro, ahora habría que empezar a interrogar a unos cuantos cientos de ciudadanos británicos, dentro del entorno cercano a la víctima.

Pero era solo cuestión de tiempo y de ganas.



Derechos de autor: Francisco Moroz

jueves, 13 de octubre de 2016

Encuentros




Conducía con los ojos anegados en lágrimas de dolor, le habían avisado unas horas antes del accidente grave sufrido por ella y de su consiguiente traslado a urgencias.
Él conducía lo más rápidamente que podía, se podría decir que incluso con temeridad, no admitía el no estar a su lado en esos momentos de necesidad, ella seguro que le estaba llamando, diciendo su nombre perentoriamente. Debía llegar como fuera, no podía imaginar perderla y no estar presente.

Mientras su coche rodaba enloquecido por el asfalto de la ciudad, su mente le traía los recuerdos compartidos donde siempre eran protagonistas los dos…

... Cuando se conocieron por Internet, el primer encuentro con los nervios a flor de piel temiendo decepcionar al otro. El primer beso, los primeros planes de futuro. Todo el amor que se habían dedicado entregándose a la certeza de que lo suyo sería eterno. Eran jóvenes y tenían toda la vida por delante para amarse y enamorarse cada día el uno del otro, compartiéndolo todo.

Su palabra favorita era: encuentro, pues ellos sabían encontrarse en cada situación. Con las miradas, con las manos. Poseían la intuición de saber que era lo que el otro necesitaba a cada momento.

Encuentros en la intimidad con sus cuerpos, en público con sus sonrisas y palabras; su relación era un puro encontrarse a cada instante…Y ahora la maldita lluvia era la responsable de que ella estuviera en el hospital, postrada, sola, sin él, después de que su automóvil se saliera de una carretera comarcal y cayera a un barbecho pronunciado. Cuando la encontraron estaba inconsciente y su cabeza sangraba profusamente.

¡No! No quería recordar más los detalles que le contaron por teléfono desde el hospital.

Aceleraba cada vez más, necesitaba verla y cogerla de la mano para que notara su presencia, no iba a ser esta la única vez en que no se pudieran encontrar.
Un semáforo se encendió rojo, como la sangre, pero sus ojos solo veían su imagen, la de su amada que le esperaba.

Consiguió llegar al centro hospitalario, pero justo en el momento en que ella expiraba y abandonaba su cuerpo. Él gritó, pero no pareció oírle nadie, estaban todos muy concentrados en tapar el rostro de su chica y mover sus cabezas de izquierda a derecha como para confirmar que no había más que hacer.

Él les empujó para quitarles de en medio pero ella, le vio, le cogió de la mano y le miró a los ojos dándole a entender que le amaba, que no le había fallado, que estaba allí, acudiendo a su llamada desesperada.

La miró él a su vez, con tanta dulzura, que se sintió liviano como el aire, el mismo que les alzaba a ambos impulsándolos hacia arriba en un abrazo.
Como volutas de humo se fundieron en una misma alma para continuar viviendo su amor en lo ilimitado de la eternidad.

En un cruce de la ciudad un coche se saltó un semáforo y aparecía destrozado junto a una farola medio derribada. Algunas personas pedían ayuda, otros llamaban con sus teléfonos a los servicios de urgencias y los más, contemplaban en la distancia el cuerpo roto del único ocupante que aún a pesar de haber muerto violentamente, lucía en su boca una preciosa sonrisa de felicidad.

El encuentro se había consumado por última vez.



Derechos de autor: Francisco Moroz

jueves, 6 de octubre de 2016

Querido mio




Hace mucho que me propuse escribir esta carta, la que ahora recibes y tienes abierta entre tus manos, en la que te explico por qué lo nuestro se acabó.
Soy consciente que todo fue perfecto mientras duró. Lo compartíamos todo: las miradas, las manos, y las palabras. Juntos aprendimos a superarlo todo: la ilusión y más tarde el desengaño.

Me acuerdo todavía el día en el que nos conocimos casualmente; uno de otoño, lluvioso como el de hoy. Paseaba por el parque  y de pronto, las nubes se aliaron con el destino y desocuparon su contenido de agua encima de mí sin previo aviso. Apareciste de la nada como los magos, y con tu acariciadora voz me dijiste que pillaría una pulmonía así como estaba, empapada; y mientras lo decías, me cubrías galantemente con tu paraguas gris.

Al rato caminábamos juntos, casi sin rozarnos, pero yo sentía tu calor protector. Era como un sueño, tenía el presentimiento de que nuestro encuentro no era casual y que los hados jugaban a nuestro favor para unir nuestras vidas.
Así fue como tras un café, y una larga conversación en un bar del barrio nos empezamos a conocer mejor. Nuestros gustos, nuestros proyectos.

Tus ojos azules como el mar eran lo que más me atraía de ti. De mi lo que más te gustaba era mi pelo castaño claro, como las hojas que caen de los árboles en esta época del año.

Cuando salimos del local lo hicimos de la mano, queríamos estar juntos a partir de ese momento. Anduvimos de nuevo hacia el parque, había que atravesarlo para regresar a casa y tú quisiste acompañarme ¿Te acuerdas  de lo pesado que te pusiste hasta que accedí?

Seguimos hablando, esta vez de nuestras manías. Tú eras como un chiquillo, te gustaba bromear con todo, pegar patadas a las piedras, perseguir sueños. Yo confesé ser muy impulsiva, ser muy quisquillosa por cosas sin importancia y…

… pisaste un charco, me salpicaste y solté tu mano para increparte: ¡¡¡Lo nuestro se acabó!!!  También soy muy  intransigente.

Fue precioso mientras duró. Espero que comprendas.

¡Cuídate!


Derechos de autor: Francisco Moroz


miércoles, 21 de septiembre de 2016

¡De la furia de los hombres del norte libramos Señor!


A pesar de las tempestades y los vientos sufridos a lo largo de nuestra singladura, los dioses nos han acompañado y favorecido en todo momento. Nuestros ligeros barcos han llegado hasta aquí sorteando los elementos y gracias a ellos divisamos las costas definidas de la Britania.

A bordo los hombres se muestran nerviosos, pues llegó la hora de la verdad en que se probarán las armas con las que nos enfrentaremos al que nos salga al paso, al igual que nuestro arrojo y valentía. Somos vikingos de las tierras extremas del Norte, y no sentimos temor del futuro que nos toque en suerte, para nosotros la peor de las muertes es morir en casa de viejos.

Perecer en batalla es el mejor de los honores para guerreros como nosotros, nuestro Walhalla tiene las puertas abiertas para el que caiga luchando, y compartiremos el banquete con Odín y Thor y hasta el mismísimo Loki. 

Si morimos en el enfrentamiento que nos espera, se escribirán nuestros nombres en el horizonte de este mar ignoto que se perfila frente a nuestros Drakars, que cabalgan como walkirias por encima de las olas. Obtendremos el título de héroes y seremos recordados con gloria, siendo  parte de las leyendas épicas por muchas generaciones en nuestras aldeas, y temidos como demonios, en estas tierras...

No esperamos ni tan siquiera a tocar tierra, como locos poseídos por el espíritu del cuervo, saltamos al agua, y pisamos las arenas y las piedras de la cala donde arribamos. Una vez reunidos, agarramos las hachas y las lanzas, los cuchillos y los arcos y por supuesto los escudos de madera que portamos a nuestras espaldas mientras avanzamos tierra adentro.

De repente suenan campanas de arrebato, dan la alarma de que llegamos como horda de saqueadores de las riquezas que ellos guardan, las que nosotros rapiñaremos junto con sus vidas.
No negociaremos. El más fuerte y sanguinario es el que saldrá victorioso. El más voraz y violento cargará con más tesoros.

Remontamos una colina alfombrada de verde y lo vemos: Un edificio de piedra con una alta torre y un pequeño muro que pretende defenderlo de amenazas y ataques exteriores, pero no cuentan con que nosotros escalamos paredes y acantilados con tal de conseguir nuestro propósito. Somos gigantes rubios con ojos azules, hijos de un dios tuerto y despiadado que jamás se  arredran ante otros hombres.

Llegamos a las puertas del recinto y con nuestras hachas  la golpeamos, deslavazando sus bisagras, haciéndolas saltar en pedazos, entramos para encontrarnos una explanada vacía con tan solo unas gallinas que corren espantadas al vernos y unos orondos cerdos que nos comeremos más tarde en el festín de celebración de nuestra victoria.

Se sigue escuchando el tañido de la campana pero esta vez también oímos voces angustiadas, el murmullo constante de una oración que no entendemos. Seguro que las criaturas que se encuentran encerradas tras las gruesas paredes del edificio principal nos vieron llegar, y se agazapan atemorizados, presintiendo su inminente muerte mientras imploran ayuda a dioses débiles que no les pueden salvar.

Mientras forzamos la puerta, los arqueros prenden la techumbre de paja del granero y los corrales, otros corren a la parte de atrás para que nadie escape del asalto y pueda alertar a otros pidiendo refuerzos.

Cuando la última astilla salta hecha pedazos entramos como avalancha, como alud humano, como glaciar colapsado. Sin misericordia vamos segando vidas a nuestro paso. Cuando me enfrento a mi primer oponente veo, que como los demás, está desarmado y no viste más que una tela de saco sucia y deshilachada y que únicamente antepone ante mí un palo en forma de cruz; mientras se dirige a mí persona con extrañas palabras en un dialecto que no comprendo.

Aún a pesar de la sorpresa inicial de mis compañeros al ver que en lugar de enfrentarse a nosotros y defenderse, estos hombrecillos morenos huyen despavoridos a esconderse. Siguen persiguiéndoles, masacrándoles con sus hachas, desparramando sus entrañas, despedazándoles el cuerpo, llenando de sangre la estancia, salpicando con ella las paredes.

Yo sin embargo me quedo perplejo en unos segundos que parecen una eternidad, con el arma en mi mano que no parece obedecer la orden de descender sobre el cuerpo tembloroso de mi víctima... Mi mente se ha quedado en blanco, como si mi espíritu y mis pensamientos volasen al futuro y este mundo que habito no fuese en el que me correspondiera estar.

De repente el sonido contundente y seco de una madera sobre otra me despierta de la abstracción y veo horrorizado como toda la acción se detiene a mí alrededor y las miradas de mis camaradas se posan en mi persona mientras, los que se suponen cadáveres descuartizados se incorporan y se levantan sobre sus muñones, dirigiendo igualmente sus ojos en mi persona, como recriminándome el no poder seguir con su triste destino de cadáveres perdedores.


El miedo me invade, trepa entonces por mi cuerpo atenazándome la garganta, y justo en ese momento; reverbera en el espacio la contundente y airada voz del dios supremo del cotarro gritando a voz en cuello:

-¡¡¡Coooorten!!! -Para decirme a continuación de forma muy personal: 

-¡O pones más convicción y pasión en lo que haces, o no terminamos de rodar la escena hasta el mes que viene! 
¡ Señores, nos tomamos un descanso de 10 minutos!

Y es entonces cuando me siento derrotado por un lapsus.




derechos de autor: Francisco Moroz


viernes, 16 de septiembre de 2016

Por los viejos tiempos



Hubo un tiempo en que no deseaba otra cosa más que estar contigo. Solos tu y yo, cuando éramos niños de barrio bajo, y jugábamos en las calles cercanas a nuestros portales.
Pues no en vano juntos, descubrimos lo que era la camaradería y la amistad, esa especie de connivencia que nos convirtió en hermanos de andanzas, juergas y alguna gamberrada; también en cómplices de amores adolescentes y confidentes de desengaños y sueños.

Nos juramos fidelidad incondicional, pasara lo que pasara, no permitiríamos que nadie ni nada se interpusiera en nuestra perfecta relación de camaradas.
Después la madurez y las responsabilidades nos alejaron. Tú te quedaste en el barrio que nos vio crecer, yo me fui lejos, evitando desde entonces un encuentro contigo, pues tenía claro mis objetivos al igual que tú elegiste los tuyos.

Pero la vida que parece regocijarse en el drama y la tragedia me trajo de nuevo noticias tuyas, después de tanto tiempo sin querer saber de ti, volvía a escuchar en los noticiarios sobre tus proezas, habías superado tus miedos iniciales y te atrevías con todo. Y yo que siempre había sido el más retraído de los dos, el que admiraba tus habilidades y me enorgullecía de ser tu amigo; ahora me avergonzaba de conocerte.

El informe desglosaba los trapicheos que te traías entre manos y el dolor que infringías de forma interesada, poniendo el alma solo en el sufrimiento de los más débiles, únicamente para obtener beneficios personales. Habías perdido todo el control, eras peligroso.
Y hoy nos volvíamos a encontrar. Tú con tus secuaces, yo con mis nuevos compañeros: Los de la unidad especial contra el tráfico de estupefacientes.


 Mi único deseo era que no intentaras utilizar el arma que sujetabas en la mano. Pues: “Los viejos tiempos” no te servirían para nada.



Derechos de autor: Francisco Moroz



martes, 6 de septiembre de 2016

El reto





Cuando despierto, él ya no está en su lado de la cama. ¡Lo odio! Seguro que lo ha vuelto a hacer, siempre pasa lo mismo, se empeña en ser el primero y quedar por encima de mi, no aprenderé nunca. Me confío y después pasan estas cosas.

El caso es, que cuando llega el día en que todo ocurre, me da mucha rabia no haber estado atenta a su estrategia ni su manera de mirarme el día anterior, como el que no quiere la cosa; con esa falsa inocencia de niño que no ha roto un plato.

¡Estoy harta! ¡Nunca lo conseguiré! Al menos mientras lo tenga a él como pareja.
Salgo de la cama a la carrera sin apenas detenerme para ponerme las zapatillas, me lavo la cara de cualquier manera y mis pies me dirigen a la cocina, casi patinando por el pasillo. Con un poco de suerte se habrá olvidado y seré yo entonces, la que le devuelva la pelota a este espabilado.

Desde que nos conocimos empezó una lucha sutil, por demostrar quién amaba más a quién, y no bastaba con manifestarlo a base de caricias y besos.
Ni miradas cómplices, ni carantoñas consentidas eran suficientes.  También era cuestión de cuidar los detalles de la relación, velar por el otro, ayudar lo necesario, respetar los tiempos y los espacios de la pareja y sorprender… en resumen: intentar enamorar cada día al otro.

¿¡Qué idílico, a que sí!?

¡¡Pues no!!

La pasión se acaba, la rutina te embarga, se encarga de llevarse todas esas cosas; a veces te aburres y te cansas. El amor se erosiona de tanto usarlo queramos o no.

Por eso mismo me olvido tantas veces, y me relajo cuando llega el momento.

¡Pero “Don perfecto” no!

Y eso me exaspera, y me da rabia reconocerlo, porque me supera mil veces con su cerebro metódico y ordenado.

Enciendo la luz y me asomo por la puerta. Él se ha ido a trabajar y no dejó señales aparentes de su paso. Todo limpio y recogido; no veo nada extraño ni por la encimera ni en los fogones, ni por las paredes.
Reviso los armarios y hasta el escobero, el calendario, las paredes y hasta con meticulosidad enfermiza miro dentro del horno y el cubo de la basura. 

¡Bieeeen! parece que esta vez seré la que me salga con la mía consiguiendo el prevalecer después de tantos años de convivencia con este “listillo”.

Pero es entonces, en el momento que estoy disfrutando por anticipado de mi ansiada victoria, y al darme la vuelta para abrir la nevera, cuando me percato de mis infundadas esperanzas en el triunfo de mi causa. Toda la precipitación en mi alegría ha sido en vano. 

¡“El bobo” lo ha conseguido de nuevo!

Allí, sujeto con uno de los imanes en el que pone: “Recuerda”, una nota con su letra que reza:

“Otra vez fui más rápido que tú. Es la ventaja que tiene el estar tan enamorado de tu persona,  que me desvelo por la noche para poder mirarte mientras duermes.”

Y más abajo, pintado con rotulador indeleble un corazón en rojo, y puesto en letras grandes una frase: ¡Feliz aniversario preciosa!

El muy sinvergüenza siempre me gana por la mano cuando llega este día. No puedo evitar decir a viva voz un: ¡¡Te quiero!!



Derechos de autor: Francisco Moroz

viernes, 2 de septiembre de 2016

Nápoles para enamorarse





¡Ah! Los recuerdos me invaden ahora que presiento se terminan mis días, y puedo deciros que tengo muchos de ellos como para llenar libros enteros. Pero no os cansaré.

Solo dejaré constancia sobre uno que me ha acompañado siempre: El encuentro con la mujer a la que amé con más intensidad, La que me hizo volar alto y llegar a ser quien soy.
Fue en Nápoles, la bendita ciudad que la vio nacer y que yo visitaba por primera vez, fue el lugar donde nuestras almas gemelas se encontraron; cerca de El Duomo, una construcción que comparada con otras catedrales no era gran cosa. Casi escondida entre otros edificios, pasaba desapercibida al turista despistado. Pero ella estaba allí sacando fotos de la fachada. Me quedé contemplando su esbelta estampa, su grácil figura al contraluz de los últimos rayos dorados de la tarde. Tina Fosetti me pareció una diosa antigua.

Me dirigí a ella con ese atrevimiento que despliegan los hombres cuando desean algo con intensidad, y le pregunté que la había llevado hasta allí, y me habló de su gusto por el arte y  la cultura clásica, no en vano había estudiado arqueología y amaba esta tierra que era su casa. Me presenté, y una cosa llevó a la otra.

Comenzamos a pasear juntos por las calles desordenadas y concurridas del  barrio de Decumani. Degustamos unas sabrosas pizzas, acompañadas de un Fiano di Avellino en un restaurante de la zona más populosa y turística de la ciudad llamada Chiaia, al lado del puerto, flanqueadas sus calles por prestigiosas tiendas y una tenue iluminación que creaba el aura de misterio tan necesaria, en el arte de la seducción.

A la mañana siguiente me hizo de guía. Mostrándome el Castel dell´Ovo, desde donde se vislumbraba El Vesubio y la isla de Capri. El museo Capella de San Severo o el parque arqueológico de Pausilypon, donde ella gozó como una niña. Como colofón final me sorprendió con la visita a la Nápoles subterránea donde, junto a ruinas de un teatro romano o un acueducto, pudimos ver un refugio de la segunda guerra mundial. La historia junto a ella era apasionante.

Pero mi tragedia estaba servida desde el momento en que empezó a mencionar a un tal Paolo D´Amico, estudiante y compañero de su misma facultad y con el que convivía desde hacía dos años.
No presintió la desolación que se apoderaba de mí, el dolor desgarrador que ocasionaba en mi pecho cada palabra, cada sonrisa que se le pintaba en la cara cuando lo nombraba a él.

Llegado el momento de partir, quise apurar hasta el final la jornada, empaparme de su presencia, disfrutar de su esencia y su carisma; pues no podía pretender más. La despedida aquella última noche fue desgarradora, ella lloraba y me interrogaba con la mirada, yo callaba, mis ojos ardientes de lágrimas, me sentía morir, pues sabía que no volvería a verla viva nunca más.

Después, mi existencia dio un giro radical, me dediqué a negocios no muy limpios pero lucrativos relacionados con el mundo del arte, Tina despertó mi interés por lo antiguo. América era el paraíso de lo ilegal, y yo había perdido los escrúpulos desde aquella despedida. Pero hasta que pude, visité su tierra, el lugar donde la dije ¡Adiós!

Recuerdo que…

…La abracé y la apreté fuerte antes de irme y la dejé allí tendida, en el lugar de nuestra última visita: El cementerio de la Fontanelle, donde su cadáver pasaría desapercibido, enterrado entre tantos huesos ornamentales.

Os confieso que en mi larga existencia, no he conocido todavía a ningún mafioso napolitano.



Derechos de autor: Francisco Moroz

viernes, 26 de agosto de 2016

Ella, siempre fiel




Federico no había pasado un buen día, los problemas cotidianos ya de por sí le agobiaban, pero este que se cernía sobre su cabeza como espada de Damocles lo traía por el camino de la amargura.

Había contactado con amigos y conocidos con los que tenía la suficiente confianza como para trasmitirles sus cuitas, por si a alguno se le ocurría alguna idea con la que paliar y dar solución a esa problemón que lo tenía preocupado.

Estos le remitieron la sugerencia de comunicárselo a algún especialista, cuyos gabinetes siempre andaban expectantes de posibles clientes como él, que esperanzados con la búsqueda de posibles soluciones se dejarían un considerable peculio de tiempo, dinero y decepción.
¡No! Ese atajo no lo tomaría.

Andaba de un lugar para otro intentando evadirse del peso de la preocupación, a buenas horas se le había ocurrido tomar esas decisiones tan desacertadas que ahora resultaban ser un perjuicio para su conciencia y su economía.

Pensó y pensó, y al final la recordó a ella, siempre dispuesta a acoger sus quejas, amarguras y decepciones.
Ella había sido siempre su fiel consejera, la que de forma lúcida le dirigía los pensamientos por el camino correcto y la senda adecuada y más conveniente. Casi nunca le había fallado, y encima le reconfortaba.

Jamás le pidió nada a cambio de su acogida, la sentía íntima y cercana, lo más parecido a una madre sin serlo.
Le gustaba reposar en su regazo mientras la contaba el resumen diario y le trasmitía sus ansiedades e inquietudes. Daba igual lo que compartiera con ella, era discreta, e indefectiblemente quedaba entre ellos dos. Tarde o temprano la solución llegaba por si sola, como después de repetir un mantra te sobreviene la iluminación. Sentía, como bajo su influencia, se le recolocaban los chakras y su mente se le despejaba, pudiendo tomar esas decisiones lúcidas que necesitaba. 

Estaba pues decidido. No hablaría con nadie más. Ellos nunca llegaban a comprender del todo lo que les comunicaba, y menos acertaban a darle una solución o un consejo que le sirviese para algo.

Con lo cual, una vez más, esperó con ansiedad la noche para meterse en la cama, apagar la luz, y mientras se relajaba abrazándola, consultar todos los dilemas  con su almohada.


derechos de autor: Francisco Moroz


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