Darse una vuelta con él resultaba muy gratificante. Era de andar pausado y era fácil seguir su ritmo. Mirábamos el paisaje con delectación; los ocasos nos dejaban sin habla. Siempre juntos. Nos juramos que cada vez que saliésemos a caminar lo haríamos el uno al lado del otro, y como una tradición, perpetuar en el tiempo ver desaparecer el astro por el horizonte.
Pero ese tiempo pasó y a él le resultaba más difícil
mantener la promesa. Aún así se esforzaba y conseguía cumplir el propósito
diariamente, a pesar de la cojera que padecía a causa de su caída y que le produjo una rotura de cadera. Un bastón le ayudaba a lograr su cometido.
Se le fueron agravando los problemas de salud y empezó a utilizar muletas; su tenacidad, y algo de terquedad por su parte fueron motivación suficiente para seguir acompañándome cada fin de jornada para contemplar la puesta de sol.
La silla de ruedas fue su siguiente impedimento y no
obstante no me falló ni una sola vez. Aunque, claro está, tuviera que ayudarle
en el desempeño empujándola con esfuerzo hasta nuestro rincón preferido; aquel mirador arriba de la colina.
Y a día de hoy me sigue acompañando en mis paseos a pesar de tener que llevarle en brazos; el pobrecillo ya no pesa mucho y es fácil llevar. Cuando llegamos lo coloco a mi lado y disfrutamos como siempre de esos cielos encendidos de rojos y malvas.
Cuando volvemos a casa, lo hago con la gratificación de un deber desempeñado con plena satisfacción. Aunque termine agotada después de la caminata.
La única pega son mis dolores de espalda y de brazos; yo también me voy haciendo mayor. Y por ello es, que esté pensando en comprar una urna nueva para transportar sus cenizas. La que me dieron en el tanatorio ya me resulta muy pesada.