Lo
observo sobre la mesa, frío, inerte, envuelto en sí mismo, indefenso.
Agarro
un cuchillo y con gestos de sacerdotisa, inicio el ritual con el que consumaré uno de los pocos placeres que me son concedidos de disfrutar en la vida, sin temor a padecer efectos secundarios.
Realizo dos cortes perfectos sobre él, en sus extremos, con precisión de cirujana y a
continuación otro que lo raja de parte a parte.
cojo con mis dedos un pedazo de carne jugosa y blanquecina y lo degusto voraz, con
ansia animal.
Lo único que me desagrada del melón son las pepitas.
Derechos de autor: Francisco Moroz